La cocina donde se elaboran las artes culinarias, la Historia, la medicina, los alimentos, las escuelas gastronómicas, y, por supuesto, las "fórmulas magistrales". O sea, las recetas.
lunes, 30 de abril de 2012
COLABORACIONES
A MESA Y MANTEL
Cordero
asado
Seguro que ya lo saben, pero yo se lo recuerdo: que este tiempo
primaveral, en el que andamos ya aunque tantas veces no lo parezca, es el ideal
para el disfrute, en plena sazón, de los asados de cordero.
La tradición de aprecio al cordero tiene un vínculo ancestral en todas las
civilizaciones ribereñas del Mediterráneo, siendo así que se constituye en una
de las pocas carnes en las que se reconocen, sin más diferencia que la
circunstancia que imponen al sacrificio del animal, las tres grandes religiones
monoteístas: cristianismo, judaísmo e islamismo. En las dos primeras, incluso
ese tiempo del arranque primaveral clásico, en torno a la Semana Santa,
se ha venido a asimilar a un nombre, que define a un tipo de animal: el cordero
pascual, que no es otro, como bien se sabe, que ese aún joven, de menos de un
año, que ha probado el pasto fresco de primavera, aunque no más allá de dos o tres
meses. Sus carnes son algo más rojas y su sabor resulta también algo más
pronunciado que los llamados lechales, nuestras “joyas de la corona”, que, esos
no, no han probado pasto, sólo mamado de sus madres y han sido sacrificados
cuando no suman más de 30 o 40 días de existencia.
Resulta curioso saber que el gusto especial y la preferencia que los españoles
tenemos por el cordero lechal, con esa carne característica de infinita
ternura, entre rosácea y nacarada antes de entrar al horno, es propio de una
costumbre y preferencia relativamente reciente, y se contrapone bastante con
los gustos que por el cordero sienten en otras latitudes europeas más norteñas.
Cabría decir, incluso, que es el nuestro –nuestro gusto- el que ha
evolucionado, porque el de ellos, franceses, ingleses, alemanes e italianos, se
mantiene en los cánones que también aquí rigieron hasta, pongamos que, el
primer tercio del pasado siglo. De ahí para atrás, todos los siglos que
quieran sumarse, la preferencia culinaria apuntaba entre nosotros también, como
aún sigue ocurriendo en Francia y en Inglaterra hoy en día, a los corderos de
mucha más hechura, entrados no en meses sino en años. No obstante, yo tengo
para mí que ésa es una grave deficiencia de ellos, y que algún día evolucionarán
“a la ternura”, igual que nosotros. De hecho, cuantos de esos extranjeros, que
no son pocos, han tenido ocasión de catar nuestros lechazos en Burgos, en
Aranda, en Segovia, en Sepúlveda, en Salas de los Infantes, o en tantos otros
sitios más de bien ganada fama corderil, y no sólo de la Vieja Castilla,
no volverán –seguro- con entusiasmo a sus carnes más rojizas y con marcado
sabor al pasto que las ha alimentado, así sea ese pasto juncal de marisma, como
el que alimenta a los míticos corderos que los franceses llaman “du pré
salé” (“de prado salado”), en las bajamares de Bretaña y Normandía.
Y véase aquí que, aún cuando la culinaria francesa ha marcado el camino del
gusto durante al menos los últimos tres siglos, en esto yerran de punta a cabo,
así más les pese. Como también lo hacen en el modo que ellos tienen por mejor a
la hora de afrontar el asado, al menos en lo que al cordero se refiere. Según
su canon y estilo –y los británicos también van con ellos- la carne asada del
cordero debe quedar un tanto sangrante. Muy al contrario, bien se ve, de lo que
nosotros apreciamos, que es el asado profundo, hasta el hueso, que sólo se
logra con el concurso de los antiguos hornos artesanales de bóveda, en los que
se empieza por alcanzar la máxima temperatura posible con buena leña, para
luego ir perdiendo progresiva y lentamente ese calor en el proceso. Tal es la
clave del buen asado castellano, que, si se quiere emular en el horno eléctrico
doméstico -lo cual no es imposible-, impone, en la traducción del de leña, un
primer golpe con el horno al máximo, para que se churrusque así la piel por uno
y otro lado y se fijen de algún modo los jugos; luego, sí, se completa el asado
el tiempo que falte con una temperatura más moderada.
Y en cuanto al aderezo: el mínimo. Tan mínimo, que yo no concedo más que
agua y sal. De agua, como un dedo, en una fuente a poder ser de barro. Y sal,
bastante, que ahí está buena parte del truco. Si quieren, aunque en cantidad
homeopática, un toque brevísimo de manteca de cerdo en una esquina de la
fuente, y un frotado previo de la pieza con un también cortísimo majado de
ajo…no más que el que el que se pegue a la piel tras una suave caricia.
Buen provecho.
El complejo mundo de la caza nos ocupa hoy. Y no es que gastronómicamente la cocina cinegética resulte especialmente complicada –que también- sino que hablamos de complejidad, por el arduo panorama que tienen que sortear los cazadores hoy en día, obligados a la complejísima adecuación de unos calendarios de veda que varían notablemente de unas Comunidades a otras. Por ejemplo, en este mes de
septiembre, la mayoría de ellos, aunque no todos, está disponiéndose ya a dejar descansar sus escopetas por unos días, o por unas semanas, según dónde y cómo. Y es que a punto está ya de concluir la media veda veraniega, y hay que esperar –se impone- un amplio “descanso” de transición –distinto en cada Comunidad- hasta el inicio del amplio periodo otoño-invernal de caza menor. En fin, que, como les decía, si uno no está muy puesto y no es aficionado de pro y amplia experiencia, la complejidad del calendario cinegético se antoja tan variada y diversa, como lo eran los ingredientes implicados en los pucheros renacentistas -de la Corte y la alta nobleza y el clero, claro está-, que no hervían con menos de siete y ocho volátiles cinegéticas dentro, a veces tan sólo para elaborar el caldo-base.
Hoy, y es a lo que vamos si es su gusto, les contaremos algunos detalles “sabrosos” de la más pequeña de las gallináceas: la delicada codorniz. La diminuta codorniz, a la que el venerable gastrónomo francés, Brillat -Savarin no dudó en definir como “la más graciosa y amable de la aves de caza”, es una especie migratoria cuyos reales asienta durante todo el invierno en África…hasta que irrumpe la primavera. Entonces, es la primera en llegar a nuestra Península, y aquí, sorteando como puede los infinitos cañones que la apuntan en el verano, aguarda al despunte de los primeros fríos otoñales para emprender el viaje de vuelta. Pero ocurre, y de un tiempo a esta parte cada vez más, que con lo del cambio climático que los hombres inducimos, la pobre codorniz no alcanza a advertir ese cambio de estación, y no son pocas – aunque a los cazadores les parezcan siempre escasísimas- las que deciden quedarse aquí, para seguir “veraneando” en las dehesas extremeñas y en los campos castellanos. Ahora, en lo que aún queda de recorrido de esta corta “media veda” veraniega, aunque ya por poco tiempo, la codorniz sigue estando “a tiro”. (Foto: turismoenalbacete.com)
Culinariamente, el de codorniz es un bocado delicadísimo y de muy acusado perfume. Las hay también de granja, por supuesto, para una provisión regular todo el año; pero, claro, no es lo mismo. Esas de criadero, por el tipo de alimentación, a pienso, y por la falta de movilidad, son, no nos engañemos, bastante más insípidas, de carne mucho más clara en su tonalidad, y monótona uniformidad en las tallas comerciales. Pero, claro, si uno no tiene licencia, ni escopeta, ni un amigo cazador, pues a ver qué remedio.
En unas y otras, salvajes o de granja, habrá que tener en cuenta que la codorniz, al contrario de sus parientes de mayor porte, no admite nada bien esa práctica tan típica de dejarlas “serenar”…lo que los franceses llamaban “faisandée”, es decir, dejarlas colgadas varios días desde el óbito, para que la carne –a veces a un punto ya de “pasada” más que evidente alcance –según aquellos rancios criterios de antaño- su más plena rotundidad. No. En el caso de la codorniz tal práctica es hasta perniciosa, ya que por la peculiaridad de la capa de grasa que este ave tiene bajo la piel, se echa a perder con mucha facilidad, por lo que debe ser consumida todo lo contrario, muy fresca, sin el proceso de maduración habitual en otras aves de caza.
Eso sí, la codorniz admite muchísimas preparaciones, además de las clásicas; estofadas – pongamos que, como gustan los navarros, con pochas- o escabechadas a la antigua usanza. También les quedarán espectaculares si rellenan su estrecho interior con una ajustada mezcla de buen paté, pechuga de pollo muy picada, y otro picado, igual de fino, de champiñones previamente salteados en aceite. Si eligen esta formulación, habrán de coser cada pieza muy bien, para que el relleno no se nos vaya, y luego al horno suave, hasta que estén doradas y bien tiernas. Háganlas así, y ya me contarán… (Foto: hola.com)
Que los helados son consustanciales al verano es verdad innegable, como lo es también que la práctica de su consumo ha ido rebajando considerablemente esa estacionalidad en los últimos tiempos, y el mercado del helado –particularmente del helado, y no tanto de los polos, sorbetes y granizados- se ha ido extendiendo a lo largo de todo el año.
El helado es postre en nuestra mesa, y ello hace que en España, al igual que en el resto de los países mediterráneos –excepción hecha de Italia- el consumo per cápita de helado sea notablemente menor que en el resto de Europa, y en particular de la Europa nórdica, donde las cifras de consumo de esta fría especialidad doblan con amplitud a las nuestras, en razón, entre otras cosas, del mucho más alto nivel que nosotros tenemos de consumo de frutas frescas como colofón de la comida. Unos 6 litros al año es lo que consumimos, de helado, los españoles. Por encima de 15, suecos, daneses y noruegos. En todo caso, lejos, lejísimos, de los más de 25 litros de helado por cabeza que ingieren cada año los ciudadanos norteamericanos.
¿Y desde cuándo el hombre consume helados? Hum, dificilísima y peliaguda pregunta. Sí, porque depende de cómo se considere la cuestión. En estricto sentido histórico, hay constancia documental de que los chinos, bastante antes de nuestra Era, ya gustaban de enfriar bebidas previamente aromatizadas con frutas o especias. Los árabes orientales, que tuvieron contacto con ellos, recogieron muy temprano esa fórmula, y le dieron un nombre cuya raíz aún perdura, “sharbat”, con la que designaban a una bebida fría, dulce y preparada con jugos de frutas. De aquel término, “sharbat”, viene nuestro actual “sorbete”, que, como se ve, no procede en su raíz de “sorber”, sino de esa árabe “shariba”, que significa “beber”.
Pero si los chinos fueron tal vez lo primeros, y los árabes sus transmisores a occidente de aquella novedad exótica y refinada, los verdaderos inventores del helado, tal y cómo hoy lo conocemos, fueron –hay que plegarse- los italianos. Ellos fueron, ciertamente, sus grandes difusores. Cuentan que la fórmula la trajo, de oriente, el propio Marco Polo, pero eso ni está claro ni puede demostrarse. Lo que sí se sabe es que en la refinada Corte florentina de los Médici fue donde se descubrió el helado como gran novedad y egregio postre; y ya endulzado con azúcar –que entonces también era gran novedad-, superando así el recurso obligado anterior a la miel como edulcorante casi único.
Y fue, según se cuenta y se sabe, Catalina de Médici –la gran promotora de tantos refinamientos culinarios- la que introdujo el helado en la Corte gala, a raíz de su matrimonio con Enrique II de Francia. A partir de ahí, en lo que quedaba de recorrido del siglo XVI, y en el XVII, el aprecio por los helados dio en generalizarse al fin en las mesas reales, nobiliarias y purpuradas de toda Europa.
Un hito importante en orden a la popularización del helado, del que ignoramos el nombre de su promotor, aunque no la fecha concreta, tuvo lugar en Estados Unidos en 1919, cuando las fábricas, ya industriales, introdujeron la feliz idea de incorporar, incrustado en la pieza de consumo individual, un útil palito para mejor asirlo con la mano. Y a partir de ahí, la bomba y el “boom”: chiringuitos, puestos callejeros en cada esquina, carritos playeros y cofres helados en bandolera en todo cine de verano, estadio, o macroconcierto que se precie, haciendo que la canícula alivie su rigor con un lengüetazo a tiempo y oportuno. Que ustedes lo sorban, y lo laman, bien. Buen provecho.
La vieira está asociada a la peregrinación jacobea desde el tiempo mismo de su institución, en los más altos tiempos medievales. Ya el Códice Calixtino –la más primitiva “guía” del Camino, publicada a mediados del siglo XIII, habla de la vieira como “el marisco más abundante del mar próximo a Compostela”... encerrado en una concha “labrada como los dedos de las manos”. Y comenta que los peregrinos, a su regreso de la tumba de Santiago el Mayor, “suspenden de las capas esclavinas conchas della, para gloria del Apóstol y prueba fiel a quienes con ellos se crucen de haber llevado a término completa la promesa fecha de peregrinación a la sagrada tumba”.
La razón de esta asociación no está nada clara documentalmente. Lo más probable apunta a la enorme abundancia que de ellas había entonces en las playas de Galicia, lo que conllevaba su asequibilidad para el peregrino por su bajo coste. De hecho, esa abundancia perduró durante muchos siglos y hasta épocas relativamente recientes, como lo demuestra el “dicho” que aún los más viejos recuerdan, cuando, para apuntar a un pobre de extrema precariedad se decía de él: “pobriño, ¡sólo come vieiras!”... Con todo, la razón cristiana del vínculo apunta a una leyenda, según la cual un caballero, en los primeros tiempos de las peregrinaciones, se acercó a la costa de Padrón, y en aquel trance fue arrebatado por una ola del mar. A punto estaba de morir ahogado, cuando invocó al Apóstol por su vida, y se obró el milagro de que, al ser devuelto sano y salvo a la orilla, su ropaje y su túnica estaban cubiertos en su totalidad por conchas de vieiras. Eso reza la leyenda, y es verdad que en su día debió de tener mucho predicamento, porque la figura de la concha de peregrino es uno de los símbolos más frecuentes en la emblemática y los blasones medievales.
La vieira es, pues, sinónimo de Compostela, y por ende de Galicia, con la que ejerce un paisanaje de simbiosis tan íntima, que bien se dijera que aquel fuera, por la propia vocación del bicho, su solar exclusivo. Sin embargo, habrá que decir –a reserva de esa secular abundancia ya apuntada en Galicia- que la vieira es uno de los moluscos de más amplia presencia en las costas de todo el mundo. Tanto es así, y a tanto llegó esa abundancia en otro tiempo, que por esa demasía sufrió el rechazo de las mesas cortesanas medievales (algo similar a lo que hoy ocurre con el espléndido mejillón que, en su papanatismo, muchos desestiman...por barato). Hoy por hoy, tal vez en justa venganza, la naturaleza ha dado un quiebro radical a aquella prodigalidad legendaria de antaño. Vieiras hoy, aunque muchas menos que en Galicia, haylas en todo el Mediterráneo, en el Cantábrico, en las costas de Bretaña, y en las frías de Escocia (de donde, por cierto, nos están llegando cada vez más a nuestros mercados, disimulando su origen). Y también las hay, orondas, casi gigantes, en las costas de Noruega, aunque resultan éstas bastante más insípidas que las peninsulares.
Para la cocina, una pieza de vieira que se precie, además de su filiación contrastada, debe rondar los 13 centímetros de largo (8 es el tamaño comercial mínimo), con un “bicho” interior de, aproximadamente, unos 50 gramos. Piezas así, ya escasas y, por ello, cotizadas en nuestros días, han devuelto a la vieira todo el crédito culinario que nunca debió perder, al punto de situarse hoy por hoy como, probablemente, el marisco de moda de las más modernas y vanguardistas corrientes gastronómicas de la “nueva cocina”. Y es que la carne de la vieira es todo un prodigio de sensaciones. El que llamamos “bicho” encierra una carne blanca marfileña firme y deliciosa, exquisitamente sabrosa, con un toque dulzón dentro de un paladar salino. Y esa nuez carnosa esencial se rodea y acompaña de una lengüeta, más o menos roja, que suele conocerse como “corales” y que no es otra cosa que su abultado apéndice genital (ambivalente, ya que la vieira es hermafrodita), de intensísimo sabor marino y fragante aroma que nos deja un recuerdo de yodo y algas.
Los nuevos modos culinarios de preparación de la vieira apuntan todos ellos a un tratamiento lo más breve y delicado posible, tratando de preservar las cualidades sápidas naturales del molusco. Excepción hecha de preparaciones clásicas de contrastada excelencia, como la empanada de vieiras, o el arroz caldoso con vieiras, el horno, bien fuerte pero muy breve, sigue siendo el vehículo ideal para su preparación. En el recetario tradicional gallego, el recurso al picadillo de cebolla, jamón, ajo, perejil, un toque de pimentón, y el consiguiente gratinado con pan rallado es la fórmula más generalizada, al punto de ser reconocida así con el apelativo de “a la gallega”. Sin embargo, es ésta una receta que tiene cada vez más detractores, no tanto por la brillantez de su resultado, si se prepara con honradez, cuanto por el abuso, y el descuido, en muchos casos, que de ella se ha hecho en la hostelería menor en cuanto a la proporción de los ingredientes utilizados, y muy principalmente merced al fraude que tal enmascaramiento permite respecto de la calidad del producto base que se emplee. De preferirlas así, “a la gallega”, será más que conveniente que elijan de acuerdo a un muy estricto criterio de selección del establecimiento en el que vayan a degustarlas. En todo caso, como queda dicho, bueno será reconocer que el tal aderezo no es, ni mucho menos, lo mejor y más recomendable para resaltar el sabor pleno de una buena pieza de vieira. Los nuevos modos que vienen imponiéndose apuntan, como mejor alternativa, su horneo al natural, sin más aderezo que un toque breve de pimienta y albariño, y otra gota más, o dos, de un buen aceite de oliva virgen. Buen provecho.
Yo, a qué engañarles, no soy muy futbolero. Me sacas del Depor, y algo del Real Madrid, y no tengo opinión que valga ni criterio digno de ser tenido en cuenta. También soy de La Roja, claro, y muy intensa y emotivamente. El otro día vibré con ella y con esos colores a plena intensidad; el fútbol que hicieron en Suráfrica (que no Sudáfrica, que la partícula “sud” no existe en español, del mismo modo que no es Sudamérica sino Suramérica) fue, a lo largo de todo el campeonato, de una calidad extraordinaria y apabullante, y la gran final ciertamente no apta para cardiacos. La conjunción fue realmente histórica y también providencial porque ,por su consecuencia ,hemos vivido unos días de fervor patrio, por una vez, al fin liberados de complejos, que a mí se me antoja más importante y trascendente aún, si cabe, que la propia consecución del triunfo deportivo. Bien sé que lo uno y lo otro son indisociables, y que lo otro es consecuencia de lo uno, pero qué hermosura de experiencia. Yo, que andaba casi desahuciado de esperanza, vi renacer una luz soberbia en rojo y gualda, que había llegado a temer definitivamente perdida.
En fin, que hemos podido comprobar que, aunque tímida y acobardada por el empuje pertinaz, de tantos años, de los nacionalismos radicales y excluyentes, hay todavía una nación española que quiere seguir siéndolo, si la dejan. Y qué bien poder sentirse uno, como yo me siento desde siempre, ciento por ciento gallego, al máximo de lo posible y tanto como el que más, y ciento por ciento español, sin menoscabo, ni recorte ni conflicto, de lo uno con lo otro. Si es lo natural, pero estaba ahí, tan oculto y amedrentado, que ha hecho falta un gol a término, genial y extraordinario, para revitalizar esa lógica apabullante e histórica. Lo que nos hace falta ahora es perseverar con valentía en el ejemplo, y conjurarnos para encontrar el mejor modo de avanzar juntos en ese empeño natural e indeclinable de hacer posible y armónica nuestra secular pertenencia común, sin perjuicio, al tiempo, de una identidad regional tan peculiar y entrañable como, por fortuna y herencia de siglos, nos distingue a los gallegos. Brindemos por ello.
Brindemos, sí, y hagámoslo, como aquí solemos, contando la historia curiosa de esta costumbre, también milenaria, de entrechocar la copas en gesto de cómplice efusión.
Veamos, pues, lo que del caso hemos sacado. La costumbre de brindar tiene raíces muy antiguas que, indefectiblemente, remiten al norte, a los países del norte de Europa. La propia palabra “brindar”, “brindis”, es un germanismo, que tiene su origen en la frase alemana “Ich bring dir’s”, que quiere decir, más o menos, “yo te lo ofrezco, yo te lo traigo”.
En otros países también norteños, escandinavos por ejemplo, la acción de brindar suele acompañarse con la exclamación “sckol”, cuyo origen, según algunos, viene de los tiempos en los que aquellas tribus primitivas solían utilizar para beber los cráneos (sculls) de sus enemigos vencidos en la guerra. Esta costumbre, que bien se ve tan antigua, de beber brindando, tiene su origen, pues, en un rito bárbaro, de grupo, encaminado a lograr que todos beban y se alegren a la vez.
En algunos países, y aún hoy, el acto de brindar se realiza de un trago, y mirándose a los ojos; es decir, que subyace y perdura aquella razón primitiva de forzar que nadie partícipe pueda sustraerse de la euforia colectiva. Del mismo modo que también en muchos países y sociedades, pongamos por ejemplo significativo la rusa, rechazar un brindis conlleva una ofensa grave para quien lo ofrece y propone.
En cuanto al rito de entrechocar ruidosamente los vasos en el acto de brindar, parece ser que viene de los tiempos en los que las copas eran opacas, de cuerno o de metal, y se hacía así, se entrechocaban, para demostrar que no había engaño de que alguno de los recipientes estuviera vacío, y evidenciando también, al tiempo, que todos los partícipes habían recibido equitativamente la misma cantidad de bebida.
En fin, ya ven que, como queda dicho, nuestro castellano “brindis” tiene su origen etimológico e histórico en ese centro-norte de Europa. Por cierto que también el término francés “trinquer”, deriva del alemán “trinken”, que quiere decir “beber”.
Hoy, cuando esto escribo, en el día después de esa gesta histórica protagonizada por nuestra Selección Nacional, con la moderación que es debida y todo caso conviene, levanto con entusiasmo mi copa, bien colmada esta vez con un fragante y frutal albariño, para “tranquear” con ella por la emocionante tarde-noche que ayer nos “brindaron” esos héroes de La Roja.¡Por España!… “Chin-chin”… y buen provecho.
La cocina donde se elaboran las artes culinarias, la Historia, la medicina, los alimentos, las escuelas gastronómicas, y, por supuesto, las "fórmulas magistrales". O sea, las recetas.